Adelanto del libro El hotel de los difíciles, de Javier Zamudio

Según mi abuelo, soy el resultado de un español que no aguantó tantos días lejos de su mujer y se consiguió una negra con el culo como una manzana, a quien violó tantas veces y tan seguido, que se volvió del color del algodón. De allí que a mis ojos claros y a mi piel blanca, o casi blanca, se le arremolinaran unos crespos ásperos, como las marañas de los bosques. Fue por esta razón que cuando la mujer negra del hotel me besó a la fuerza sentí que estaba besando a mi madre y me dieron ganas de vomitar, me agarré de su brazo y le pedí que esperara un momento con las maletas.

—Bueno, pero no te vayas lejos, papi —respondió.

Cuando regresé estaba sentada detrás del mostrador acariciando una baraja de cartas. Me miró de arriba abajo antes de preguntar dónde lo íbamos hacer. Confundido busqué mi equipaje.

—No están —me dijo—. Las mandé a subir a la habitación.

—¿Cuál habitación? No reservé ninguna.

—La 504, papi —respondió—. Yo te la reservé.

Le pedí las llaves, pero se negó a dármelas.

—Yo te abro —me dijo.

Entonces, supe que de alguna manera los antepasados no me dejarían en paz hasta que me fuese a la cama con Nora. Tenía nombre de marca de espaguetis, sus pies parecían dos flores pisoteadas y sus manos eran toscas y gruesas como las de un hombre. Lo hicimos, no una, sino muchas veces y en muchas posiciones. Era una mujer inagotable y me exprimió hasta el último aliento. Tomamos una botella de aguardiente mientras lo hacíamos y me contó todo sobre ella, tenía dieciocho aunque parecía de treinta y era hija de un cortero de caña del valle a quien la guerrilla le había arrancado el corazón. Había llegado al hotel huyendo, como yo. Sin embargo, ella había huido de la violencia del campo, yo de una rutina que amenazaba con sepultarme y de un divorcio que se había convertido en un cuarto con las paredes muy estrechas.

Había abandonado a su madre y a sus hermanos y, desde que se separaron, no había vuelto a saber de ellos. «Uno hace lo que sea para sobrevivir, aunque le duela, papi», me había dicho y yo la había imaginado corriendo en medio de ese combate sangriento que es la muerte por la espalda y el corazón abandonado. Así estábamos todos. Corriendo, agachando la cabeza y esquivando las balas, sin importar de dónde viniesen. Luego de matar a su papá, uno de los guerrilleros había regresado por ella. Uno de los jefes la había pedido por su fama de querendona que tenía bien ganada. Pero ella se había esfumado antes y había dado la espalda a su madre y a sus hermanos, quienes seguramente habían pagado con su muerte. Me quedé estupefacto, preguntándome lo qué había sentido al abandonar a su familia a un destino horrible. Pero no me había atrevido a preguntar. Ella tenía razón: uno hace cualquier cosa para sobrevivir.

—Aquí todos vienen huyendo, papi —dijo Nora.

—¿Todos?

—Sí, todos…. puros locos, papi, tú eres el más cuerdo… lo supe cuando te vi, por eso me fui a la cama contigo. Te he estado esperando hace tanto tiempo, papi.

—¿Esperando?

—Sí, papi, esperando.

—Esperando, ¿para qué?

—Para muchas cosas papi. Pa una vida normal, mi amor. Pa salir de acá. Es que me aburro tanto y no conozco casi a nadie en esta ciudad.

—¿Y hace cuánto vives acá? —pregunté.

—¡Ay, papi! desde los quince… recién cumpliditos los tenía cuando llegué acá.

—¿Llevas tres años y no conoces a nadie?

—Es que aquí hay puros locos, mi amor, y yo a esos les tengo miedo.

Ella había llegado un diciembre, se había presentado en la puerta del hotel y había preguntado si necesitaban una cocinera. El dueño era un viejo a quien le encantaban las muchachitas y de inmediato respondió que sí. Ella lo contaba con gracia y riéndose mientras me lo decía. El tipo la había acogido con alegría, como si ella hubiese sido su regalo de navidad.

—Pobrecito —dijo Nora—, estaba tan encariñado conmigo que me quería tener encima todo el tiempo. Y a mí me gustaba, sin importar las arruguitas que se las contaba como pecas, me gustaba, papi, y él se esforzaba por llenarme. Pero se me murió en una de esas, y ahí sí se apareció todo el mundo, y resulta que tenía hijos, esposa, amante, hijos regados, el viejo había sido tremendo y se la había pasado haciendo de las suyas. ¡Ay, papi! y entonces aparecieron todos y a reclamar la herencia y a culparme a mí de la muerte del pobre, pero el médico dijo que se había muerto del corazón —una risita burlona salió de los labios de Nora. Seguía sobre la cama con las piernas abiertas. Miré su sexo e imaginé lo loco que había estado el viejo con esa muchachita.

—¿Qué pasó, entonces? —pregunté.

—De todo, papi, resulta que en los papeles el viejito me había dejado parte del hotel, la otra mitad se la había dejado a una tal Luna, una puta que solía venir por acá y que vivía en el centro, pero hace rato que no la veo, y todo el mundo se quedó viendo un chispero, así era de tremendo el viejo ese. Todavía me acuerdo cuando se murió, papi, porque yo estaba encima y lo tenía agarrado con las piernas, y él estaba dentro, y estaba duro, y se murió y yo ni me di cuenta porque él siguió duro, durito, con el miembro como el garrote de un policía, y yo seguí con lo mío hasta que ya caí rendida, y cuándo fui a verle la cara era otro, se veía hasta más joven.

Nora se puso de pie y comenzó a vestirse. Mientras lo hacía, siguió hablando del antiguo dueño del hotel y de lo tremendo que había sido. La tarde estaba cayendo y comenzaban a encenderse las luces en la calle. Se ajustó los zapatos y caminó hacia la puerta, antes de marcharse me prometió que alguien me subiría la comida al cuarto. Dejó su olor en toda la habitación, una fragancia sucia que me gustó. Tenía el sexo como para volverse loco, me quedé dormido y soñé con él. Yo estaba en el hotel, pero en vez de Nora en la recepción, estaba su vagina que me perseguía hasta el cuarto y al final me tragaba, como una anaconda. En alguna parte había leído que la anaconda no trituraba a su presa, sino que la tragaba entera, eso hacía la vagina de Nora. Me desperté excitado, me masturbé y me senté frente al computador, tenía trabajo que hacer.

Eran las siete de la noche cuando alguien golpeó la puerta.

—¿Quién?

—La comida, señor.

Abrí sin prisa. Un chico, quien no tendría más de veinte años, vestido como enfermero, empujaba un carro con una bandeja. Colocó los platos sobre la mesa y salió. Pescado frito, arroz, papa china, un vaso de limonada y de postre gelatina de naranja. Junto al plato había una nota de Nora: «Quiero verte, papi. Me paso más tarde por el cuarto a ver qué hacemos» Apagué el computador y comí en silencio. En mi cabeza aún estaba el sueño, aquella vagina gigante con vellos enormes como árboles, que me perseguía hasta engullirme. Traté en vano de recordar qué había pasado después. Pero allí despertaba, justo en el instante en que un par de labios carnosos se abrían para tragarme. Pensar en el sueño me excitaba sobremanera. Nora no era linda, pero sí adictiva y ansiaba que llegara ese más tarde.

Luego de comer me duché y bajé al salón de bienvenida. Estaba más lleno de lo que había imaginado. En la recepción había otra mujer, al verme, corrió hacia mí.

—¿Usted es Julián? —me preguntó.

—Sí, ¿pasa algo?

—¿El que se hospeda en la 504?

—Sí. ¿Sucede algo?

—Nora le dejó dicho que sube más tarde, que ya lo extraña.

La mujer regresó a su lugar. Yo continué mirando a las personas que estaban en el salón. En la entrada el chico que había llevado la comida repartía un folleto, el mismo boletín publicitario que había leído antes de tomar la decisión de hospedarme en aquel hotel.

—¿Ya tiene mesa, señor?

Negué. No había ninguna disponible. El chico miró la sala varías veces y contó los huéspedes.

—¿Le molesta si lo siento con alguien, señor?

—No —respondí.

El chico recorrió la sala hasta una pequeña mesa ubicada en un extremo, era un lugar poco iluminado en donde un hombre, quien supuse estaría atravesando los cincuenta, bebía de una botella de ron y estaba inmerso en un monólogo. Intercambiaron unas palabras, luego el chico se volteó y me hizo señas para que me acercara. No estaba mal. Apenas me senté el tipo se presentó y me ofreció un trago.

—Soy Antonio. ¿Quiere ron?

Agarré la botella y serví un buen trago en un vaso de cristal.

—Soy Julián —dije.

La fiesta en la sala de bienvenida parecía más bien un funeral. Éramos nueve hombres y dos mujeres, sin contar el personal del hotel. En una mesa, las dos mujeres conversaban. Casi todos los hombres estaban repartidos de manera individual, menos Antonio y yo. Uno de ellos bebía de una botella de tequila y golpeaba de manera esporádica la mesa. En una esquina estaba sentado otro con aspecto de actor de cine, quien tomaba una cerveza y miraba la pantalla de un celular. En la mitad uno con aspecto de profesor leía el periódico y a su lado un gordo vestido de traje, a quien de inmediato asocié con una rata de cuello blanco, parecía beber un café y miraba en silencio lo que sucedía a su alrededor.

Le eché otra ojeada al folleto. «Hotel Spa, un lugar para descansar, salir de la rutina en un ambiente completamente bohemio. Nuestro extenso personal le ayudará a vivir unos días agradables. Nuestra fantástica administradora, Nora» —recordé a La Anaconda— «lo llevará en un viaje hacia la felicidad» —totalmente cierto— «y hará que su estadía aquí sea inolvidable» —totalmente cierto.

Escuché un ligero sollozo, era Antonio, quien tenía la cabeza entre los brazos. No sentí interés en saber lo qué pasaba, era evidente que todos los que nos hospedábamos en aquel lugar estábamos jodidos. Agarré la botella de ron y serví otro trago.

—Estamos perdidos, perdidos —dijo Antonio luego de levantar la cabeza, se limpiaba las lágrimas y hacía un puchero—. ¿Crees que estamos bien, Julián?

Negué con la cabeza.

—Sirven Coca Cola en este lugar. ¿Lo has notado?

Negué de nuevo. En todas partes servían Coca Cola, así que no le di mucha importancia al comentario. Incluso en Cuba y recordé la foto de un amigo en un restaurante de La Habana con una Coca Cola en lata.

—Los he visto, te lo juro. ¿Sabes cómo la hacen? Una Coca Cola es igual a un sindicalista. Los matan, Julián, te juro que lo hacen. Los tiran a una licuadora gigante y listo. ¿Me entiendes? Y listo, de allí a la botella. Todos esos huesos y carne y sangre van a la botella y después a nuestras tripas.

Agachó la cabeza y continuó gimoteando un rato más, luego se quedó dormido. La botella se estaba terminando. Me bebí el último sorbo. El aburrimiento nos tenía a todos atrapados. El gordo se entretenía lanzando una moneda a la mesa para saber si salía cara o cruz, el profesor había soltado el periódico y ahora hablaba por celular. El más animado parecía ser el de la botella de tequila, quien había pedido a gritos al mesero que le pusiera una canción y trataba de sacar a una de las chicas a bailar. Ellas lo ignoraban y miraban hacia otro lado cuando lo veían aproximarse, pero él no se daba por vencido, subía el tono de la voz en un intento de llamar su atención. «¿Bailamos?», preguntaba una y otra vez. Una de ellas respondió en voz alta, como para que todos escucháramos: «No, muchas gracias, no sabemos bailar». Era mentira, lo había dicho para sacarlo de taquito. El tipo regresó a la botella de tequila y continuó golpeando la mesa con los dedos. Antonio empezó a roncar. Fingí que no estaba allí y seguí observando un poco más el espectáculo antes de ir a la habitación. El que parecía actor de cine se había quedado dormido con la cara sobre la mesa. Por un momento pensé que apagarían las luces y la música y todo el mundo se marcharía a sus habitaciones, sin embargo, eso no pasó.

A la mañana siguiente Antonio continuaba en el mismo lugar. Roncaba demasiado fuerte. Salí de mi habitación con el fin de hacer un recorrido por las instalaciones. La mujer, que la noche anterior me había dado el mensaje de Nora, limpiaba el salón, quitaba los adornos, las frases de bienvenida y los anuncios publicitarios. Al verme se aproximó.

—¿Cómo pasó la noche?

—Bien, muchas gracias.

—Debe estar agotado. Ja, ja, ja. Mire cómo pasó la noche don Antonio, borracho como una cuba. A veces me dan ganas de matarlo, sabe. No es la primera vez, no señor. Lo peor es que lleva dos meses aquí y no quiere irse. ¿Va a desayunar? Nora me dijo que le preparara un desayuno especial.

—En un rato —respondí—. Quiero dar un paseo por el hotel.

—No se vaya muy lejos.

Me despedí y seguí caminando. Antonio continuaba con la cabeza escondida entre los brazos. Se había orinado, una mancha se extendía por su pantalón blanco desde la cintura hasta los pies. Sentí lástima por él, pero no la suficiente como para tomarme el tiempo de despertarlo. Las cosas se le habían descontrolado un poco. Yo, por mi parte, me había ido temprano al cuarto, mucho antes de que comenzara la comida que había organizado el hotel y me había puesto a trabajar en la nueva traducción. Una cosa inmunda para el momento que estaba viviendo, pero necesitaba el dinero. Una correspondencia vieja entre dos esposos, uno de esos matrimonios que parecen ser una copia exacta de «vivieron felices para siempre». Treinta años de casados y habían decidido celebrarlos regalando a la familia la correspondencia que se habían enviado cuando eran novios. Toda una novela rosa, un arsenal de cursilería que apenas lograba soportar. La familia de ella era española y la de él, francesa. Cada vez que me sentaba a trabajar no podía evitar imaginar a ambas familias leyendo y vomitando. Incluso se me ocurría que en la gala tendrían que poner algunos baños extra de esos que se colocan en los conciertos o en las obras en construcción, porque los del lugar del evento, con seguridad no darían abasto.

A las doce, resignado a que Nora no iría, había apagado el computador y me había ido a la cama. Pero a la madrugada, ella había entrado de puntillas y se había quitado la ropa antes de meterse a la cama. Lo habíamos hecho de nuevo, muchas veces y en muchas posiciones. Había sentido el olor de su cuerpo como un perfume diabólico, entorpecedor, y me había entregado a su anaconda sin ningún prejuicio. La había dejado engullirme y yo mismo me había alimentado de ella. «¡Ay, papi! que cansada estoy. Me muero, papi, y me dejas molida», me había dicho. Después se había tirado a la cama y se había quedado dormida hasta que aparecieron las primeras luces de la mañana. Había recogido las cosas y había salido del cuarto. La había sentido levantarse, pero apenas había abierto un ojo para ver su cuerpo desnudo mientras se vestía. Yo había dormido hasta las seis de la mañana, cuando escuché a un gallo cantar el himno nacional.

Penetré por un corredor. Según el folleto, el hotel contaba con una sala de masajes, una enfermería, una piscina, una sauna, un jardín con dos senderos ecológicos, un zoológico pequeño, un gimnasio, una sala de conferencias, una cafetería-bar, una capilla y el personal ideal para una estadía inolvidable. Me parecía sorprendente que existiese un sitio así en Bogotá, un lugar que servía para abandonar la ciudad sin hacerlo realmente, un mundillo donde era posible perderse una semana y vivir como si el planeta por fin hubiese dejado de existir.

En el folleto había un mapa que era un poco difícil de entender, así que no me interesé en echarle un vistazo. Además, el sitio no era tan grande como parecía, bastaba con seguir las señales que estaban en las paredes: «Piscina», gire a la derecha. «Sauna», siga derecho hasta la piscina y voltee a la izquierda. «Capilla», siga derecho. «Zoológico», siga derecho hasta el sendero ecológico, gire a la derecha y continúe derecho. Decidí caminar sin una dirección fija, me parecía una excelente manera de conocer el lugar sin querer hacerlo, dejando que se familiarizase conmigo.

Los corredores estaban vacíos, como si no hubiese ningún huésped en el hotel. Pensé que quizá se habían marchado temprano y sólo quedaba Antonio, quien dormía meado y yo. Las paredes y el piso tenían una fragancia a lavanda. Daba la impresión de que en vez de un hotel fuese un hospital. Recordé a un chico que había conocido en la universidad, un joven inteligente, quien solía oler la lavanda hasta quedar trabado. Era un caos de muchacho, pero uno se podía divertir mucho con él. Se acostaba en los pasillos de la universidad con la nariz pegada en las baldosas y cuando se ponía de pie ya estaba todo ido y se iba para clase de ese modo. Hacía todo tipo de monerías. La mayoría de los profesores lo detestaban, pero las profesoras tenían una debilidad por él. Lo recordé con agrado, habíamos sido buenos amigos en la universidad.

Después de cruzar el corredor encontré un jardín pequeño. El chico que me había llevado la comida a la habitación estaba agachado arreglando unas flores.

—Buenos días —dije.

—Buenos días, señor.

Se puso de pie. Usaba un mono de albañil. Tenía las manos llenas de tierra y las pasaba a través de su cabello.

—¿Qué tal su estadía, señor?

—Todo perfecto, gracias.

—¿Has visto a Nora? —pregunté.

—La administradora salió temprano, señor.

—¿Y los otros huéspedes?

—No lo sé, señor, quizá duermen todavía.

—Muchas gracias.

—Gracias a usted, señor. ¿Necesita algo más?

Negué con la cabeza y giré en dirección a la piscina.

Yo usaba unos shorts, una camisa deportiva y unas chancletas que sonaban mientras caminaba. Odiaba aquel sonido, pero Julieta, mi hija, había insistido en que debía traerlas. Atravesé un corredor pequeño y salí a la piscina. En realidad era un estanque de piedra construido al aire libre, con algunas sillas y mesas a su alrededor. Uno de los huéspedes estaba en el agua. Al verme levantó la mano.

—Se ha perdido tremenda fiesta —dijo.

—¿Cómo?

—Anoche, se ha ido temprano y se ha perdido tremenda fiesta.

Sabía que mentía, la reunión de bienvenida había sido un fiasco. Recordé a aquel tipo, había estado bebiendo tequila y golpeando la mesa, después se había puesto de pie para invitar a bailar a una de las dos únicas mujeres que se hospedaban con nosotros. Me sorprendía que siguiera en pie después de verlo beber unas tres botellas.

—Soy Claudio —dijo.

—Julián, mucho gusto.

De la piscina sacó una botella de tequila.

—¿Quiere?

No había nada mejor que hacer, acerqué una silla a la piscina. Eran las siete de la mañana, no había desayunado, pero tampoco tenía hambre, como estaban las cosas lo mejor era beber.

—Tenga —Claudio me pasó la botella.

Bebí un sorbo largo del pico, el cual entró quemándome las entrañas. Mi estómago crujió tan fuerte que Claudio se alarmó.

—¿Está bien?

—Sí, no se preocupe —dije.

Apuré otro trago largo. Un par de lágrimas salieron de mis ojos y las atrapé con la lengua. Regresé la botella a Claudio, quien repitió la misma operación y comenzó a hablarme sobre su vida. Había llegado al hotel cinco días antes en una noche lluviosa en la que se mojó hasta el tuétano. Lo habían asaltado a la salida de la terminal, dos niños que no llegaban a los quince años. Le habían quitado la maleta más pequeña después de apuntarle con un arma en el estómago. «No se llevaron la otra, porque no podían cargarla. Un par de culicagados, ¿puede creer?». Pero no le había importado. Las cosas ya no podían estar peor. Estaba casado, pero había decidido abandonar a su esposa, porque ella le había sido infiel. Él había hecho lo mismo mucho antes sin que ella se enterase. «Ojos que no ven, corazón que no siente», me dijo. En cambio, él había encontrado a Maribel con el lechero en la cama haciendo el sesenta y nueve y ella ni siquiera se había inmutado.

—Sentí unas ganas terribles de matarlos. Las manos me temblaron y empecé a imaginarme cómo hacerlo. Pensé en traer un cuchillo o en buscar una pistola que tenía por ahí y pegarles algunos pepazos, pero en vez de hacerlo, me puse a llorar como un niño. ¿Puede creerlo? Y lo peor de todo es que aquellos dos terminaron poniéndome caliente y fui al baño y me masturbé cuatro veces seguidas, hasta que el miembro me dolió. El mejor sexo que he tenido en mi vida.

Era abogado, el peor de todos, según su propia descripción. Tenía una oficina pequeña donde atendía narcotraficantes, policías y políticos corruptos. «Son los que mejor pagan, tienen comprado todo el sistema judicial, así que ganar es fácil. ¿Me entiende? Basta con ir al juzgado, visitar la fiscalía y firmar un papel o dos. Plata fácil». A Maribel la había conocido en un juicio por abuso sexual y había terminado engatusándola. Apenas era una niña en último grado de bachillerato.

—Ese es el problema con ella —dijo el abogado—. Para ella se trata solo de experimentar. ¿Me entiende? Yo en cambio me había enamorado. Yo la desvirgué. ¿Lo capta? Pensé que se iba a quedar conmigo toda la vida, que me iba a cuidar.

No lo había «captado» y me quedé esperando a que Claudio me diera una explicación.

—A ver, se lo explico con plastilina —dijo—. A la niña nadie la había violado, ella le había agarrado bronca a un profesor del colegio, eso había sido todo, y yo había montado de todo para ganar ese caso. ¿Si me entiende? Por eso es que ando tan dolido. Falsificamos los exámenes médicos, compramos los testigos. En otras palabras, hicimos de todo para ganar. Le sacamos plata al colegio, al profesor, además lo mandamos a la cárcel… Lo arruinamos, pero así es la ley… y la vida.

El tequila se estaba terminando. Claudio dejó de hablar. Yo ya no sentía frío. Alcé la cabeza para echarle un vistazo al cielo bogotano. El gris de las nubes se confundía con el gris del cemento de las edificaciones. El sol se había puesto cuadrado. A nuestro lado las hojas de los árboles bailaban empujadas por una brisa ligera, perezosa. Miré de nuevo a Claudio, tenía la cabeza en el agua. Me bebí el último trago de la botella.

—Se acabó —dije. Me sentía borracho. Mi estómago continuaba quejándose, pero todavía no deseaba comer algo.

—Eso no es problema—respondió el abogado. Después de sacar la cabeza del agua, buscó otra botella de tequila y me la pasó.