Adelanto del libro He venido a recoger tu imagen

 

I

A veces, Nueva York está a la vuelta de la esquina. O quizá es Caracas la que está cerca, más cerca de lo que se siente, más cerca de lo que había estado para mí todos estos años. Lo cierto es que esa mañana temprano, después del shock de la noticia que me dio Héctor, hice varias llamadas y, pocas horas después, estaba camino al aeropuerto. Desperté sobresaltada cuando el avión tocó tierra y rebotó una y otra vez, hasta estabilizarse. Me aferré a los brazos del asiento mientras escuchaba el chirrido de los frenos y los aplausos de la gente. Todavía la voz de Héctor me daba vueltas en la cabeza: “Adriana, mamá no aparece”. Me ardían los ojos. Debían de ser casi las doce de la noche. Me enderecé en el asiento y busqué mi cartera. ¿Tenía cuántos, siete, ocho años que no venía a Venezuela? Me fui como quien deja de fumar, botas la cajetilla que tienes en la mano y escupes la nicotina, así cerré yo la puerta de mis recuerdos, no quería volver a pisar los barrios ni sentir el olor de la violencia, las voces de los malandros: ¿qué haces por aquí, estás perdida mami?”. No, ni tampoco la persecución ensañada del gobierno, pues “los únicos que tienen derecho a hacer reportajes sobre los barrios populares son los que están con el partido del pueblo”, me horrorizaba ese tono de mitin que usaban, un tono de adoctrinamiento permanente: “¡Tú no tienes nada que buscar aquí, oligarca!”. Y yo, terca como decía mi abuela, aferrada a lo que quería hacer, seguía con mis programas en la televisión, entrevistaba a la gente, mostraba sus problemas. Hasta que ocurrió lo de la embajada y dije que ya no, ya no más. Salí de la comisaría, busqué mis cosas, compré el pasaje y me fui, prácticamente sin despedirme. Mamá no me dijo nada, ni Héctor tampoco. Quizá pensaron que se me pasaría. Quizá yo también lo pensé…Pero no, alquilé un estudio en Brooklyn y me sumergí en el trabajo. Construí un muro invisible, un muro protector que había crecido con los años, que yo misma alimentaba con un poco de rabia, y otro poco de amargura… La voz de la azafata anunciaba con un tono nasal y cansado la llegada al aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía, hora local, once y cincuenta. Abrí la cartera y conseguí un espejito, la hinchazón de los ojos no había bajado con el sueño. No, no había llorado. Al menos no en el avión. Ni siquiera durante la mañana, cuando estuve haciendo la maleta y preparando las cosas para este viaje precipitado. Todo lo contrario, la adrenalina me mantuvo tensa, con una capacidad de decidir sin dudar, de saber todos y cada uno de los detalles que tenía que resolver antes de salir, como si hubiera planeado este viaje todos estos años. Sí, al principio solía soñar con el viaje de regreso, con un regreso en el que pudiera reencontrarme con Jorge… Cuando me monté en el taxi rumbo al aeropuerto, sólo en ese momento, al pensar en mamá, me dio una crisis de llanto. Revisé una vez más mis documentos. Afortunadamente el pasaporte venezolano había logrado renovarlo hacía un par de años y estaba vigente, listo para que lo abrieran en Inmigración y me verificaran en la base de datos. Las manos me comenzaron a sudar. Tenía la Green Card, el carnet de Periodista Internacional y la carta de trabajo de la revista. Doris, mi jefa, una negra de Harlem que sabía lo que era estar señalada por la policía, me insistió en que disimulara mi viaje como una asignación laboral. Acepté. Sabía que estaba en lo cierto. Respiré y me asomé por la ventanilla. Estaba oscuro afuera. Solo veía gotas que resbalaban por el vidrio y seguían hacia abajo, dibujando caminos en los cristales empañados y unas luces que parpadeaban, amarillas y rojas. Avanzamos hasta que el avión se conectó con una manga del edificio y sonaron los timbres para abrir las puertas. El gordo que venía roncando a mi lado fue el primero que saltó, abrió el compartimiento superior y comenzó a poner sobre el asiento unas bolsas del Duty Free, un enorme peluche y una mochila que parecía que se iba a reventar. La gente a mi alrededor prendía los teléfonos celulares, sonaban mensajes y llamadas. Encendí el mío con la esperanza de tener algún mensaje de Héctor, de quitarme al menos esa preocupación de la cabeza. Hacía casi dos años que no veía a mi hermano, ni a mamá; ni siquiera podía recordar la última vez que había hablado con ella. Me había costado superar el episodio del cuartel de policía, cuando ella apareció para sacarme. Trataba desesperadamente de ubicar cuándo fue la última vez que oí su voz, que le conté de mis cosas, que la dejé que hablara sin prestarle mucha atención. A veces se me pasaban las semanas y no la llamaba, se me hacía difícil hablar con ella. Especialmente ahora, con esto de su enfermedad, mis conversaciones se habían espaciado, yo las había espaciado. Recordé una vez más a Héctor, la angustia en su voz, esa angustia que no había sentido desde que éramos niños, desde que papá también había desaparecido. El gordo recogió sus paquetes y se paró en la fila. Logré salir del asiento donde estaba empotrada y abrirme espacio a codazos para bajar la maleta de mano. La fila avanzaba lentamente. “¡Silvia, quédate tranquila!”, pero la niña se metió entre las piernas del señor que iba más adelante y se asomó a la puerta. Una señora mayor trataba de salir de su asiento, tenía un aire a mamá: delgada, un poco encorvada, con el pelo peinado para el viaje. “Señora, pase”, le dije y esperé una eternidad con la maleta en vilo mientras ella se devolvió a revisar los bolsillos de los asientos, hasta que por fin decidió que no se le quedaba nada y salió. Había un grupo de muchachos que venían de una visita a las Naciones Unidas y se gritaban chistes de pasillo a pasillo. Tenía tantos años que no oía esa jerga familiar —chévere, dale pana, nos vemos ahora—, que sonreí, me reconocí en esa joda, los intercambios de teléfonos a última hora, los chistes privados del viaje, los novios furtivos, las carcajadas. Las azafatas esperaban en la puerta de la salida para despedirse. Solo ahora, a punto de entrar en el aeropuerto, volvían los recuerdos de mi último viaje como una mano fría que me atrapaba la garganta y no me dejaba respirar, como si el olor del aeropuerto activara un mecanismo antiguo, que me aceleraba el corazón y me paralizaba en el sitio. Alguien me empujó y reaccioné: saqué el asa de la maleta y la arrastré por la rampa pasillo arriba. Al fondo estaban los Guardias Nacionales. Respiré profundo, como cuando uno toma aire antes de hundirse en una piscina y pasé escondida entre la gente, que se hablaba a gritos: “dame los pasaportes”, “cuidado Silvia que no puedes ir sola por las escaleras”, “Pedro, ¿buscaste el coche?”, “Esteban, ¿dónde estás?”. Los guardias me vieron con indiferencia. No pude evitar mirarlos por el rabillo del ojo mientras me montaba en las escaleras mecánicas. Caminábamos como un rebaño hacia las taquillas de Inmigración. Todas las filas estaban igual de llenas, pero instintivamente me ubiqué lejos de las oficinas blancas que se veían a cada extremo de la sala. Entró un mensaje de texto, era Héctor. Mamá no había aparecido. Él ya estaba en el aeropuerto y me esperaba afuera, en la calle. Saqué el Ipod de la cartera y traté de conectarlo, a ver si lograba distraerme, pero ya no tenía pilas. Lo volví a guardar y me quedé con los documentos en la mano. Abrí entonces el pasaporte y vi mi foto, todavía con el pelo largo, con rulos hasta los hombros. Una cara de niña grande. Ahora lo usaba más corto, me veía más seria, o eso pensaba yo, al menos. Quizá sólo me sentía así, seria y mayor. Los de adelante pasaron y yo era la próxima en la fila. Se me tensaron los músculos del cuello, volteé de un lado a otro. Sabía exactamente dónde estaban parados todos los Guardias Nacionales, dónde estaban las salidas, cuál era el procedimiento oficial y qué hacer si ellos rompían el protocolo. —Siguiente. Me acerqué a un señor que atendía con un bostezo, miraba sin ver, mientras conversaba con el otro que estaba a su izquierda. Le di mis documentos y tuve que apoyar las manos sobre el mostrador para que no viera que me temblaban. Era consciente de cada uno de sus movimientos, cómo abría el pasaporte, buscaba la página con mis datos, lo leía por encima y se detenía un poco, luego lo puso sobre el lector óptico y volteó otra vez a hablar con su compañero. Tragué grueso pero no tenía saliva. Me habían asegurado que ya no había listas negras y que mi caso estaba borrado de los archivos. Yo creía que también lo había borrado de mi mente, pero el recuerdo volvió como una película: la alarma que sonó desde la computadora —a lo mejor una raya roja de atención sobre mi nombre y mi expediente—, el timbre silencioso que pulsó el funcionario para avisar a la guardia, los uniformados que vinieron a llevarme a la oficina blanca, donde me encerraron y vaciaron mi cartera en una mesa, mientras me cacheaba una mujer gruesa, de facciones duras, con una sombra de bigote en la cara. Sus manos vastas e inmundas se pasearon encima de mi blusa y por la cintura, se detuvieron en los muslos y tantearon más adentro, la miré con los ojos muy abiertos y le grité algo, ella volteó la cabeza hacia sus compinches, “Estas niñas siempre traen cosas escondidas quien sabe dónde”, reía, congraciándose con los otros que esperaban como lobos, relamiéndose. Luego bajó a los tobillos, hasta que al fin declaró que estaba limpia. Limpia, cómo no iba a estar limpia, sentí que la mandíbula me crujía, tenía los puños apretados. Temblaba, pero no quería perder el control, eso era lo que esos carajos querían, que me descontrolara para llevarme presa. Me clavé las uñas en las palmas de las manos y traté de calmarme. El que revisaba las cosas de la cartera miraba sarcásticamente todo lo que sacaba: “¿Y tú lees mucho?”, me preguntó mientras alzaba el libro. “Yo no he leído nunca un libro completo en mi vida”, se regodeó frente a los otros que le reían la gracia. “A lo mejor le hace falta”, contesté sin poder controlarme. “Y a ti, ¿para qué te ha servido leer?” Ése era como el jefe, no tendría más de veinticinco años y unos bigotitos que le daban un aire de actor de segunda. “¿Por qué no te quedas allá en los yunaited esteites, como les dicen ustedes? Dándoselas de gringos. Por eso estamos como estamos. ¿Y a qué vienes? ¿A visitar a tu mamaíta?” Volteaba a ver a sus compinches, buscando los aplausos. “¿Qué haces?”, “Periodista”, le dije. “¿Qué coño vienes a hacer aquí? ¿A joder?” Sentí su aliento acre sobre mi cara, remedando mis respuestas como si no entendiera lo que yo le decía. Se asomó alguien más, un teniente que lo llamó afuera. Cuando volvió a entrar estaba muy serio, ordenó que metieran las cosas otra vez en mi cartera, y me devolvió los documentos. Se paró frente a mí, muy cerca: “Mucho cuidado con lo que viene a hacer aquí, se-ño-ri-ta… la tenemos fichada”. Esta vez la computadora dio luz verde. Mi expediente, en efecto, parecía estar borrado. El hombre selló sin ver los formularios y el pasaporte, y me dio la bienvenida. Respiré hondo, tomé el maletín y seguí por el pasillo. Pude adivinar cuál era la correa por el bululú que había alrededor. No hay nada como competir por sacar la maleta primero, hay una excitación en el ambiente, la gente quiere que esa maleta negra sea la suya, la saca, la vuelve a poner en la correa, otro empuja para ponerse en primera fila. Todavía me temblaban las manos, pero hoy yo era una más del montón, quería salir tan rápido como todos, el día se me había hecho larguísimo. ¿Dónde se habría metido mamá? ¿Cómo se había perdido? ¿Cómo era eso que se había ido en carro, no le habían prohibido manejar? No podía imaginarme a mamá perdida, ella que siempre fue la fuerte, la que sabía qué hacer, a dónde ir. Di unos cuantos codazos y una señora me vio con cara de reprobación pero no me importó, de un tirón saqué mi maleta y me fui a la cola de la aduana. ¿Dónde estaría Héctor esperándome? Ahí estaban los guardias otra vez, unos en las máquinas de rayos X, otros conversando y riéndose. Había que hacer fila, detrás de los niños que correteaban y del hombre con las cinco maletas, junto con la mamá de Silvia que pegaba gritos y de Esteban que corría por todo el recinto, y de la pareja con no sé cuantas maletas y cajas de electrodomésticos. A lo mejor los guardias se distraerían con ellos, yo tenía una maleta roja, solo una maleta, con ropa y algunos libros, y un vacío, un vacío que sentía cada vez más grande. Pasé por las máquinas de rayos X y los guardias ni me vieron, levanté mi maleta y caminé hacia la salida. Atravesé sin ver la fila de vendedores de dólares negros y taxistas improvisados. Cuando las puertas de vidrio se abrieron, el aire caliente y húmedo me dio un golpe en la cara y se me empañaron los lentes. Casi no pude ver a mi hermano, que me saludaba al final del pasillo.